miércoles, 1 de julio de 2009

ZAPATERO, A TUS ZAPATOS

En 1961, la Dictadura del General Franco no tenía otro apoyo internacional que el que, tapándose la nariz, le regateaban los Estados Unidos a cambio de que operaran desde suelo español los bombarderos estratégicos armados con bombas nucleares para frenar el peligro soviético.
Las bases norteamericanas en suelo español eran la última trinchera del régimen anticomunista de Franco frente a la amenaza que, según el dictador, eran para España el comunismo y la Unión Soviética.
A mediados de Abril de aquel año, una tropelía de exiliados cubanos mal encuadrados y patrocinados por Estados Unidos desembarcaron en Bahía Cochinos para echar de Cuba a Fidel Castro y sus revolucionarios, en el poder desde dos años antes.
El chasco de Bahía Cochinos convenció a Fidel Castro de la necesidad de buscar apoyos para sortear nuevas amenazas norteamericanas y los encontró en la Unión Soviética.
Una orden ejecutiva del presidente John Kennedy en Febrero de 1962 fijó la prohibición de comerciar con Cuba, pretextando la creciente influencia soviética en el régimen castrista, y pidió a sus aliados que secundaran el bloqueo.
Tres marineros españoles murieron cuando sus barcos, que llevaban a Cuba mercancías, fueron atacados por anticastristas amparados por el gobierno de los Estados Unidos.
Franco se negó a la petición de su único aliado y protector extranjero, el gobierno de los Estados Unidos, y España nunca acató el embargo.
No cabía mayor discrepancia ideológica que la del virulento castrismo de la época y el militante anticomunismo de Franco, ni el dictador podía encontrar mejor ocasión de ganarse el aprecio que los norteamericanos le regateaban.
Pero, según la filosofía en que cimentó Madrid su argumentación para no secundar a los Estados Unidos, los lazos entre España y los países de Hispanoamérica trascienden la coyuntura de los gobiernos porque se fundamentan en el parentesco de sus pueblos.
El reconocimiento a los gobiernos de los pueblos de la familia hispanoamericana, sin calificar, preferir o rechazar la forma en que llegaron al poder, es obligación del país que, al concederles la independencia, reconoció su capacidad de autogobierno.
¿Qué derecho ni necesidad tiene España de constituirse en juez y parte de la forma de gobernarse de quienes se emanciparon hace doscientos años de su tutela?
Puede que el presidente Rodríguez esté convencido de que su superioridad moral lo hace árbitro imparcial en disputas de familia, como la que ahora turba la tranquilidad de los hondureños.
Pero, ¿no debería resolver los problemas propios antes de enconar los ajenos?
Al menos por una vez, que se conforme con desunir a los españoles, que ya casi lo ha logrado. Después, si tiene tiempo y lo dejan, que envenene los problemas de los demás.
Que no nos meta en camisa de once varas y escuche el sabio consejo popular: "Zapatero, a tus zapatos".